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El juicio de Dios Padre

Cuenta la leyenda finlandesa que hace mucho, mucho tiempo, vivía en la tierra una señora muy devota que rezaba rosarios y hacía novenas. Era muy devota de los santos y entre ellos tenía preferencia, y a los que más quería les prendía más velas. Lo que nunca hacía era tener compasión de nadie, y despreciaba a sus sirvienta. Nunca dio un pedazo de pan a un pobre y jamás perdonó una ofensa. Y le parecía que tener misericordia, no era un mandamiento digno de ella.

Al fin de muchos años le llegó su turno: se murió de vieja. Al llegar al cielo, San Pedro le revisó el legajo y le cerró la puerta. Indignada y furibunda le armó un escándalo; pero San Pedro no quiso atender a sus protestas. No encontraba entre sus datos ningún motivo para abrirle la tranquera. Se la llevaron nomás los diablos, y a su llegada le organizaron una "fiesta".

Con todo, sus santos protectores fueron ante el Padre Eterno a quejarse y pedir que interviniera. Y el Padre Eterno, que quiere que reine la paz en su cielo, accedió a revisar las cuentas. Llamó al ángel más fornido y señalándole allá abajo a la señora, mandó que fuera y la trajera.

Y allá fue don Angel de un zumbido, cayendo entre los diablos como chimango en pichonera. La tomó a la Doña ente sus brazos y dispuso a retomar de vuelta. Al verlo el diablo que estaba más cercano de ella, se dio cuenta de que se la llevaban para el cielo, y quiso aprovechar para huir de los infiernos y de un salto se aferró a sus piernas que ya estaban en el aire. Otro diablo, al verlo remontarse, repitió la treta, y se agarró a los pies de su colega. Y así uno tras otro se fueron agarrando, formando una cadena. Y al irse remontado el ángel, iba sacando a todos los diablos de infierno como quien desenrolla una madeja.

La señora del cuento entonces miró a sus pies, y al ver que los diablos se salvaban con ella, le entró una tremenda indignación y comenzó a gritar:

-¡Qué horror, de ninguna manera!

Y comenzó a dar taconazos y patadas, para librarse de toda esa caterva. A cada patada se soltaba un diablo, y con él se rompía la cadena, que volvía dando tumbos al infierno, levantando una tremenda polvareda. Desesperado el primer diablo se aferraba con las dos manos y los dientes, de sus piernas, para un certero taconazo lo tumbó, justo mismo al llegar a la tranquera.

Y así llegó la señora a presentarse, ante Dios Padre, y jadeante y satisfecha. Satisfecha de haber preservado el orden de las cosas: los santos en la gloria, los demonios en la hoguera.

Pero Dios Padre la miró a los ojos, y tomándola por los hombros indignado la arrojó nuevamente a las tinieblas. Y luego, dirigiéndose a sus santos, pronunció sentencia eterna:

Un juicio sin misericordia para quien misericordia no tuviera.

El que tenga los oídos para oír, que escuche, por favor, y que comprenda.

publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.


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