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Una honestidad tan grande

Tenía algo como 8 años de edad, mi hermano Willy (Wilhelm) tenía más o menos 5.

Vivía con nosotros nuestra abuela paterna, la llamábamos Kelly (diminutivo de Ángela que mi hermano cuando apenas pronunciaba sus primeras palabras convirtió en el nuevo y definitivo nombre de la abuela).

Era una viejecita que, como todas las abuelas, tenía su nieto preferido, Willy, pero nos amaba a todos, constancia de ello eran sus reprimendas cuando hacíamos algo que no se ajustaba a su idea de lo correcto en el actuar de unos niños como nosotros.

Un suceso marcó mi vida para siempre, hoy suelo mencionarlo cuando pronuncio una conferencia o un sermón (cuando el pastor de mi iglesia lo permite) una muestra de honestidad a toda prueba, a prueba de hierro, de balas y de bombas, situación que ya no se ve mucho por estos días, valga la verdad.

En aquel tiempo, que a uno le dieran una propina tan grande como UN SOL (la moneda peruana entonces era el SOL DE ORO), una pieza metálica de color dorado enorme y muy pesada, era todo un acontecimiento, se sentía uno poco menos que multimillonario y todopoderoso, en situaciones normales uno podía esperar una propina de cinco o diez centavos cada quince días o más.

Si mal no recuerdo, Willy recibió un sol como regalo de cumpleaños aquella vez y para no malgastar aquel inigualable tesoro, después de mucho esconderlo en sus bolsillos, debajo de su almohada, en una cajita que a su vez escondió debajo de su cama y no le quitaba el ojo de encima, en fin, después de esconder su valiosisima moneda en mil lugares y después de meditarlo mucho, tomó una decisión.

Se la encargaría a Kelly, así tendría a quién reclamársela después. De modo que hacia allí fuimos, al cuarto de la abuelita. Ella se sintió muy contenta en ser depositaria de tamaña muestra de confianza de nada menos que su nieto favorito y teniéndome como testigo del hecho, colocó la bendita moneda en un pañuelo junto con otras monedas (de cinco, diez, veinte o cincuenta centavos), lo ató bien y lo colocó dentro de una cajita de madera en la que guardaba sus propias “riquezas”.

Kelly no era que se diga una persona pudiente, quedó huérfana a temprana edad y fue criada en un orfanato, no conozco mucho más detalle de su niñez y juventud, solo que trabajó desde muy temprano y se casó con mi abuelo siendo igualmente muy joven y llegó a tener siete hijos a los que tuvo que cuidar, vestir, alimentar, criar y educar no solo sin la ayuda del marido que pronto mostró su afición al alcohol y todo lo que viene acompañando a la bebida; sino hasta en contra del hombre por ese comportamiento de los alcohólicos que es tan conocido.

En el tiempo que comento, ella vivía en nuestra casa (que tampoco era muy cómoda que digamos), se la había acondicionado un pequeño cuartito en el que tenía su cama y unas pocas cosillas más aparte de su ropa. No tenía ingresos más allá de las propinas que sus hijos que alcanzaron a estudiar una carrera profesional y tenían empleo le daban (no es mucho el sueldo de los profesores en este país), así que con las justas podía cubrir sus necesidades más apremiantes.

Valgan verdades, todos los días Willy le recordaba el encargo, ella entonces sonreía dulcemente y nos llevaba ante su pequeña cómoda, abría su cajón que tenía con llave y extraía la pequeña cajita de madera, desanudaba trabajosamente el pañuelo y nos mostraba las monedas, el sol destacaba por su tamaño; contentos nos íbamos a seguir jugando.

Unos pocos días después se nos olvidó el asunto, no preguntamos más por la moneda y la vida transcurrió como si tal cosa.

Debe haber pasado un par de años, días más días menos, por alguna razón mi hermano necesitaba disponer de dinero, ya más crecido era lógico, sus requerimientos eran algo más grandes que los de antes.

Obviamente, recordamos el encargo hecho a Kelly así que la buscamos. Yo tenía mis dudas, le dije a mi hermano que mejor era olvidar el asunto después de transcurrido tanto tiempo, le dije que era mejor no incomodar a la anciana y ponerla en un aprieto. Pero no, no hubo razones que él entendiera en su mente infantil, carente de malicia, él solo necesitaba su dinero y punto.

Una vez más vimos esa sonrisa suave, dulce, delicada; su voz que en momentos como ese enternecía hasta a las piedras más duras, nos miró y nos llevó ante la cómoda de marras.

Abrió con lentitud el cajón, sacó la cajita de madera y de ella el pañuelo, lo desató. Yo me iba sorprendiendo por segundos, cada vez más, seguramente había gastado el sol y ahora contaría sus monedas de cinco, diez, veinte y cincuenta centavos para reunir el sol y devolverlo a su engreído.

Sentí pena, sentí vergüenza, ajena, pero vergüenza al fin. No quise mirar el anciano rostro para no descubrir en él un atisbo de incomodidad; pero la curiosidad y mi propia preocupación me llamaban, empuñé dentro de mi bolsillo mi vieja moneda de 20 centavos que guardaba desde hace unos días, decidí dársela a Kelly para aliviar su compromiso. Cuando la miré descubrí con desconcierto que sonreía feliz. Sobre la colcha de su cama estaba el pañuelo, las monedas de menos valor habían disminuido, pero se distinguía con claridad el enorme sol.

Lo levantó y alargó el brazo hasta depositar la moneda en la mano que mi hermano mantenía abierta con la palma hacia arriba. Un par de rápidos “gracias Kelita” fue todo y nos fuimos dejando sendos besos en la anciana mejilla.

Nos sentimos nuevamente en posesión del mundo, le pedí la moneda al felicísimo poseedor y la observé, la sopesé (siempre era todo un acontecimiento sentir el peso de una moneda de ese tamaño) la miré con cuidado acercándola a mi rostro y… casi me caigo de espaldas; era la misma moneda que le entregamos a la abuela hacía alrededor de dos años.

No se me hacía posible creerlo pero la melladura en el metal junto a la “N” de UN SOL DE ORO, aquella marca hecha por quien sabe qué piedra, fierro u otro material antes de llegar a las manos de mi hermano me lo decía claramente, me arrojaba el hecho en la cara. Me quedé con la boca abierta, hice memoria: en dos años una persona como esa viejecita ¿Cuántas necesidades la habrán apremiado? ¿Se habrá sentido tentada a “tomar prestada la moneda ajena” para después reponer el dinero? Era simplemente difícil de creer… y quedé marcado hasta hoy.

Se lo comenté a mi padre y me respondió: - Mi mamá siempre fue así, jamás “tomo prestado” nada que le encargaran, siempre devolvió a cada quien su moneda original, a veces no tenía nada para darnos de comer, pero nunca tocó el dinero ajeno-.

Murió hace cerca de 10 años y siempre llevo conmigo ese recuerdo, ese sueño, si tan solo todos fuéramos depositarios de tamaña honestidad; si se pudiera confiar en cada uno de nosotros así…

LUIS JÄEGER FERNÁNDEZ.

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